Es claro para todos que una empresa existe para lograr un propósito. También es claro que mientras mejor funcione la empresa, mayor calidad y mejores resultados tendrá. De hecho, la ciencia del management está dedicada a enseñar cómo hacer más eficaz y eficiente a la empresa para que logre sus objetivos.

El uso de métodos científicos y tecnología para optimizar al máximo la producción de bienes y servicios no paran de evolucionar. Desde fines del siglo XIX en que F. Taylor introdujo el método científico en la producción hasta la fecha, el gran esfuerzo de las organizaciones ha estado en optimizar al máximo el trabajo.

Esta optimización no solo aplica a las máquinas sino también a las personas. De este modo se ha dado gran énfasis en conseguir la gente correcta para el puesto correcto para evitar personal sobre calificado que cueste más de lo que el trabajo realmente requiere o sub calificado que no logre la calidad. Se han perfeccionado los estudios de tiempos y movimientos para asegurar que cada segundo, cada esfuerzo, cada movimiento de una persona produzca valor agregado para la empresa.

En las últimas décadas, con la evolución tecnológica se han desarrollado alternativas para ser aún más eficientes como la robótica, la internacionalización de procesos productivos en países donde la mano de obra es más barata, los servicios virtuales, entre muchas otras formas de optimizar recursos.

En este contexto, un buen empleado es aquel que ocupa cada segundo de su tiempo laboral y su energía en hacer tareas que dan un visible y medible valor agregado al producto o servicio que ofrece la empresa. Cualquier error, reproceso, tiempo no utilizado productivamente es considerado una pérdida.

Pero, ¿qué sucede cuando pensamos en innovación? O, como está de moda hoy en día: “innovación disruptiva”

Varios de mis clientes hoy día me piden que los apoye para forjar una cultura “innovadora” donde la gente piense fuera de la caja, ensaye nuevas formas de hacer las cosas, tome riesgos, aprenda de sus errores, cuestione el estatus quo, use su iniciativa, proactividad, intuición, sentido común, etc., para innovar.

Esto significa una cultura donde se aprenda a aprender continuamente, donde la incertidumbre del cambio sea parte del modus vivendi, donde las formas de hacer las cosas se van reacomodando según las circunstancias, donde haya espacio para “incluir a la diversidad”, trabajar en equipo, contradecir una instrucción o retar a la autoridad.

Sin embargo, en el día a día, cuando alguien falla, contradice a un jefe, no logra terminar su tarea por intentar “innovar”, pide recursos para probar otra forma de hacer las cosas o cualquier otra actividad que demande tiempo no utilizado hiper productivamente, aparece el fantasma de F. Taylor para reencaminar al empleado hacia la cultura mecanicista.

Esta realidad es más común de lo que uno piensa, y si bien en mi próximo artículo quiero hablar del impacto que genera en la organización y qué se puede hacer al respecto, hoy quisiera preguntarte: Y en tu empresa, ¿se da este tipo de situación? Y ¿cómo la están manejando?

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